DAVID SANTIAGO TOVILLA
El mes pasado, la actriz Elena Anaya celebró su cincuentenario.
Es una chica almodóvar. En 2011, Pedro Almodóvar la convocó, junto con Antonio Banderas para hacer La piel que habito.
La atención del cineasta español hacia ella surgió de su participación en la película que la llevó a los ojos del mundo: Habitación en Roma, de Julio Medem. Ahí, Elena tenía el reto de soportar el filme sobre su personaje e integrarlo a una idea del director: plantear un erotismo como verdad emocional.
Un filme de 2010 que forma parte de la veintena de películas básicas del cine erótico.
La poética del encierro erótico
Habitación en Roma es una película singular con profundidad.
Mantener a las protagonistas en total desnudez durante el ochenta y cinco por ciento de la cinta solo había ocurrido antes en Historia de O.
Sostener durante hora y media la cámara en un único interior sin fatigar al espectador es una hazaña notable.
Armonizar con habilidad elementos del arte renacentista en un contexto del siglo XXI amerita reconocimiento.
Proponer un mensaje universal de igualdad a partir del uso de distintas lenguas revela sensibilidad.
Condensar pasado, presente y futuro en una sucesión de encuentros íntimos durante una sola noche exige ingenio.
Todo esto hace Julio Medem en este planteamiento cinematográfico.
Más que una adaptación: reinvención de una historia mínima
El filme tiene como antecedente la producción chilena En la cama (2005), dirigida por Matías Bize, con guion de Julio Rojas. Puede verse en esteenlace.
De aquella versión se conserva la premisa esencial: dos personas se conocen en un espacio de esparcimiento y terminan en la intimidad de una habitación. La sexualidad aparece como eje de las motivaciones humanas, como circunstancia decisiva en muchas historias efímeras.
Medem retoma esta anécdota y la enriquece con múltiples capas, transformándola en una obra de mayor complejidad formal y emocional. Entre los cambios más audaces se encuentra la sustitución de la pareja heterosexual por dos mujeres.
Así, Habitación en Roma no se limita a explorar relaciones furtivas; plantea una visión más honda que podría resumirse con una frase de Elías Nandino en Erotismo al rojo blanco: «El amor no tiene sexo, tiene amor».
Dos mujeres, una noche, todas las emociones
De la oscuridad de la noche emergen Natasha (Natasha Yarovenko) y Alba (Elena Anaya). En la calle, sobre la inmensa plancha embaldosada, refulgen las dos mujeres. La toma es limpia.
Desde el inicio, la imagen se concentra en ellas: Natasha, rubia, vestida con glamur; Alba, morena, en mezclilla y tenis. Dos figuras iluminadas que rompen la negrura del entorno. Metafóricas. Hermosas. Vienen de un club nocturno. Discuten sobre en qué habitación continuar «la última copa». La decisión las lleva al cuarto de Alba. Suben.
Alba se identifica como lesbiana; Natasha admite que nunca ha estado con otra mujer, pero confiesa: «Es la primera vez en mi vida que miro así a una mujer. Nunca antes una mujer me había mirado así». Pregunta a Alba si le gustaría verla desnuda. Lo hace.
Al minuto diez caen las ropas, que no volverán sino hasta cuatro minutos antes del final del filme. A partir de ahí: caricias, diálogos, silencios, situaciones, todo atravesado por la belleza y la tensión de dos cuerpos expuestos.
Medem no escatima en mostrar esa entrega. ¿Acaso poseemos algo más que nuestro cuerpo? Es lo único con lo que nacemos, vivimos y morimos.
Cuando el cuerpo es lenguaje y revelación
Habitación en Roma establece desde el inicio que la sexualidad es el punto de partida. Nunca se sabe hasta dónde conducen las puertas que abrimos, ni los contenidos emocionales que despierta un cuerpo nuevo.
En doce horas, y al menos cuatro momentos de éxtasis, sucede lo que a veces toma meses o años. Toda intensidad auténtica es así. Natasha y Alba pactan no hablar de sus vidas privadas, pero lo hacen.
Sin proponérselo, la desnudez física se convierte también en desnudez espiritual. Dialogan como seres humanos plenos, en todas sus dimensiones: alegría, tristeza, sospechas, mentiras, descubrimientos, anhelos, vacilaciones, decisiones, armonías y disonancias.
Todo lo real que define una convivencia humana.
Erotismo que transita hacia el amor
La cinta transita del erotismo a la pasión, y de ahí al amor. Tras una noche sin dormir, ambas mujeres descubren al amanecer que algo ha cambiado en ellas. Como advierte Pablo a la adolescente en Las edades de Lulú, de Almudena Grandes: «Pase lo que pase, recordarás siempre dos cosas. La primera es que el sexo y el amor no tienen nada que ver. La segunda es que lo de anoche fue un acto de amor».
Así ocurre con Natasha y Alba: su encuentro comienza como un impulso sexual y termina como una experiencia amorosa. Aunque Natasha insiste en que nunca había tenido una experiencia lésbica y está a punto de casarse, responde ante la confesión de amor de Alba: «Te entiendo perfectamente. Nunca había sentido el amor tan intenso como esta noche contigo.
A partir de ahora podremos pensar que una vez en nuestra vida lo sentimos. Lo mejor es dejarlo aquí, guardado para siempre entre nosotras, para que no se desvanezca». Hay esencias que no podemos retener porque su virtud está en su fugacidad. Esa brevedad solo puede asociarse a un recuerdo, un poema, una canción, un lugar.
El instante compartido por Natasha y Alba queda capturado. Al salir, la cámara recorre la habitación: ellas ya no están, pero permanece su entrega, su afecto, su huella invisible.
El arte, la música y el espacio como elementos eróticos
La película tiene todos los recursos para cautivar. La mano de Medem se percibe en cada elemento para generar un entorno seductor: una cama amplia, un baño de blanco inmaculado, paredes y techo que evocan una galería de arte. La música también es decisiva.
A diferencia de otras producciones donde el sonido es mero acompañamiento, aquí se integra con fuerza al discurso cinematográfico. La banda sonora de la compositora británica Jocelyn Pook —reconocida por la escena de las máscaras en Ojos bien cerrados— realza el tono íntimo de la historia. Temas como Libera Me, donde la vocalización y las cuerdas se funden con belleza, o la canción Loving Strangers, de Russian Red, refuerzan la carga emocional y erótica del filme.
La música, en suma, sostiene la intimidad y la atmósfera en una única locación: la habitación de un exquisito hotel.
Una habitación plural: lenguas, culturas y comunión
A todo ello se suma un componente cultural: la coexistencia de identidades diversas. Alba es griega, Natasha rusa, Max (Enrico Lo Verso), un mesero español. Los diálogos incluyen fragmentos en ruso, italiano y español. Una confluencia de voces, cuerpos y lenguas que refuerza el rechazo a la discordia. Una celebración del entendimiento.
Lecciones de un amor breve y verdadero
Habitación en Roma deja una sensación perdurable y mensajes nítidos: en la sexualidad nunca se deja de aprender; no hay historias concluidas, solo episodios vividos; todo inicio implica el riesgo de transformarse.
Crecemos condicionados a perseguir el amor “ideal”, pero la vida nos confronta con el amor “real”.
No es promesa de felicidad ni juego de conquista: es consecuencia, identidad, revolución íntima.
Cuestiona inercias, rompe hipocresías, prioriza el dar sobre el recibir, mira hacia dentro.
El amor inesperado de Natasha y Alba es un secreto compartido con nosotros.
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