DAVID SANTIAGO TOVILLA
#Proust100 fue una etiqueta activada el 18 de noviembre: se cumplió un siglo del fallecimiento de Marcel Proust. Son días para celebrar su obra, invitar a conocerla o planear su relectura.
Hay conocimientos
sensoriales de los que no siempre se tiene conciencia. Se adquieren en la vida
cotidiana y se quedan ahí, para siempre. Sin saber cómo ni cuándo regresarán
para recordar lo vivido, de manera personal o compartida.
Ocurre con un perfume,
que trae al presente la imagen de quien lo usa y llega a ser parte de su
identidad. O bien, hechos menos especiales como el lugar de venta de carnes
asadas que, a cuadras de distancia se percibe el aroma. Un olor similar, en
otro lugar, activará ese sitio favorito y con él los instantes asociados:
cuando, con quién, qué es lo mejor de esa experiencia. A ese expediente
recóndito invita a acudir Marcel Proust en A
la busca del tiempo perdido.
Esa es la virtud de
Proust, como nadie le ha igualado: detonar un caudal de asociaciones a partir
de una sensación. La memoria no es sólo ese banco de datos prodigioso del ser
humano. Tampoco reside la inteligencia para conectar la información. Vive en lo
más profundo de cada persona en archivos sensoriales que no se pueden
contabilizar ni enumerar de manera racional.
El escritor lo demuestra
a lo largo de la novela más larga que existe. Uno de los pasajes más conocidos
es cuando remoja una especie de mantecada en una taza de té y ese aroma revive
muchos recuerdos. Se le cita como la magdalena —así se le llama en
Francia a ese panecillo—
de Proust. Por derivación, cuando esto sucede se habla de un efecto
proustiano:
«Un día de invierno al
volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso tomar, contra mi
costumbre, un poco de té. Me negué al principio pero, no sé por qué, cambié de
idea. Mandó a buscar uno de esos bollos cortos y rollizos llamados pequeñas
magdalenas…
»Y acto seguido,
maquinalmente, abrumado por aquella jornada sombría y la perspectiva de un
triste día siguiente, me llevé a los labios una cucharilla de té donde había
dejado empaparse un trozo de magdalena. Pero en el instante mismo en que el
trago mezclado con migas del bollo tocó mi paladar, me estremecí, atento a algo
extraordinario que dentro de mí se producía.
»Un placer delicioso me
había invadido, aislado, sin que tuviese la noción de su causa. De improviso se
me habían vuelto indiferentes las vicisitudes de la vid, inofensivos sus
desastres, ilusoria su brevedad, de la misma forma que opera el amor,
colmándome de una esencia preciosa; o mejor dicho, aquella esencia no estaba en
mí, era yo mismo…
»Bebo un segundo sorbo
donde no encuentro más que en el primero, un tercero que me aporta algo menos
que el segundo. Es tiempo de parar, la virtud del brebaje parece disminuir. Es
evidente que la verdad que busco no está en él, sino en mí… Dejo la taza y me
vuelvo hacia mi espíritu».
La extensión de A la
busca del tiempo perdido suele ahuyentar lectores. También, suele
abandonarse porque parece que no va a ningún sitio y se concentra en reiterar
lugares, personajes y apreciaciones. La mejor manera de acudir a este trabajo
es no esperar algo concreto sino disfrutar de los distintos momentos y los
rumbos que adquiere la narración. Esto es, no pedirle acciones, una trama
específica: más bien escuchar la voz cadenciosa del narrador y dejar que fluyan
los efectos en el lector.
No se trata de una
recreación de lugares o hechos del mundo objetivo sino de cómo se aprecian
estos mismos a lo largo de los años y personajes. Y, a través de esa
subjetividad, Proust aborda elementos universales con los que se enfrentan los
seres humanos: el amor, los celos, el autoengaño, la conveniencia, la
sexualidad.
Tampoco debe irse al
encuentro con A la busca del tiempo perdido con la idea de una tarea en
siete tomos o tres volúmenes gigantes —depende
de la edición—.
Para conocer el trabajo de Marcel Proust, una buena decisión es aplicarse, con
esmero, al primer volumen denominado Por la parte de Swann o Por el
camino de Swann —de acuerdo con el traductor. Las versiones más recomendables
son de Mauro Armiño, en dos editoriales: Valdemar (2000) y El Paseo Editorial
(2022)—. De ese modo puede entrarse en su estilo, sus temas, el esquema general
de la obra, los personajes que trascenderán hacia el resto de los tomos. De
cómo se aprehenda el libro 1, penderá la continuidad hacia lo demás.
De ese modo, se
encontrarán, tan solo en ese ejemplar inicial:
Reflexiones: «Nuestra
personalidad social es una creación del pensamiento de los demás. Hasta el acto
más simple que denominamos ver a una persona que conocemos es en parte
un acto intelectual». «Desde que los hombres juzgan a su prójimo, lo hacen por
sus actos. Eso es lo único que significa algo, y nada lo que decimos, lo que
pensamos».
Crítica: «Lo que reprocho
a los diarios es obligarnos a prestar atención todos los días a cosas
insignificantes mientras que, a lo largo de toda nuestra vida, sólo leemos tres
o cuatro veces libros donde hay cosas esenciales».
Teoría literaria: «Todos
los sentimientos que nos hacen experimentar la alegría o el infortunio de un
personaje real, sólo se producen en nosotros por conducto de una imagen o de
ese infortunio; la genialidad del primer novelista consistió en comprender que,
por ser la imagen del único elemento esencial en el mecanismo de nuestras
emociones, la simplificación consistente en la pura y simple supresión de los
personajes reales sería un perfeccionamiento decisivo».
Narrativa magistral: «Un
golpecito en el cristal, como si algo hubiera chocado contra él, seguido de una
amplia caída ligera como de granos de arena que hubiesen lanzado desde una
ventana superior, luego esa caída que aumenta, que se regulariza, que adopta un
ritmo, que se vuelve fluida, sonora, musical, innumerable, universal: era la
lluvia».
Ejes temáticos: «Suelen
sernos tan indiferentes las personas que, cuando hemos depositado en una de
ellas tales posibilidades de dolor y alegría para nosotros, nos parece que esa
persona pertenece a otro universo, se rodea de poesía, transforma nuestra vida
en una especie de extensión emotiva donde estará más o menos cerca de nosotros».
«Lo que creemos que son
nuestro amor y nuestros celos no es una misma pasión continua, indivisible. Se
componen de una infinidad de amores sucesivos, de celos diferentes y que son efímeros,
pero que por su multiplicidad ininterrumpida dan la impresión de continuidad,
la ilusión de unidad».
A la busca del tiempo
perdido no es la gran historia de amor de Odette de Crécy y
Charles Swann o de Marcel y Albertine: es un ejercicio de evocación de los
comportamientos humanos en torno a ellos. Las distintas percepciones hacia los
mismos hechos o personas de acuerdo con las circunstancias y el tiempo.
Todo esfuerzo por conocer este intenso trabajo de Marcel Proust vale la pena. Sólo hay que persistir. El centenario de su fallecimiento es una apropiada invitación para entender con él que la savia humana es tiempo convertido en memoria.
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